Un artista popular, de los nuestros

CARLOS TORO

Hace unos años, la SGAE (Sociedad General de Autores y Editores) le dedicó a Manolo Escobar un homenaje en Almería, su tierra natal. El autor de estas líneas, representante de la SGAE en el acto, lo definió como «un héroe de la clase obrera».

Eso era, en efecto, Manolo García Escobar. Un hombre surgido de la tierra, del profundo, desvalido, deprimido, desesperanzado sur español de preguerra (nació en El Ejido en 1931). De los tristes, supersticiosos, iletrados, caciquiles Campos de Níjar de Juan Goytisolo: terrenos insalubres de secarral, moscas, polvo, chumberas, cabras, luto, glaucoma, cal y rocas calcinadas junto a un mar de plomo azul.

Hijo de Antonio y de María del Carmen («madrecita María del Carmen»), era el ejemplo del hombre hecho a sí mismo. Del artista innato, cantante precoz a los ocho años. Del español emigrante interior, con la maleta de cartón, rumbo a Barcelona, a los 14 años, junto a sus hermanos Baldomero y Salvador. Del amante de la familia (¡esos hermanos suyos, Juan Gabriel, Baldomero y Salvador, a la guitarra!). Del esposo eterno, fiel a su única mujer, la alemana Anita Marx, una turista a la que había conocido en Playa de Aro, cuando empezaba y formaba con sus tres hermanos el cuarteto Manolo Escobar y sus Guitarras. Al matrimonio lo completó su hija Vanessa.

En Escobar se daban muchas de las características del español humilde en un escenario costumbrista: su padre era un campesino que engendró 10 hijos, que trató de reciclarse como hostelero y cuyo negocio, una modesta fonda, Casa de Antonio García, fue un fracaso que obligó a toda la familia a desplazarse a Cataluña. Manolo fue aprendiz de metalúrgico y de albañil. Obrero en una fábrica de productos químicos. Auxiliar de Correos. Hizo el servicio militar en Larache y obtuvo el título de bachiller elemental estudiando en sus horas libres, a menudo nocturnas.

En 1957 empezó su carrera musical. Y pronto llegaría el éxito total con El porompompero (nombre que pondría a su chalet en Benidorm), que lo convirtió en un fenómeno social. Fue la canción que los turistas se llevaban de España y que le granjeó, allende nuestras fronteras, el sobrenombre de Míster Porompompero (imaginen la pronunciación).

Luego vendrían Mi carro, La minifalda y, sobre todo, ¡Y viva España!, auténtico himno nuestro en el extranjero, compuesto, curiosamente por los holandeses Leo Caerts y Leo Rozenstraten, y del que vendería seis millones de copias. No la quería grabar Manolo por populachera y patriotera. La veía cargada de demasiados estereotipos trasnochados. Pero cedió a las presiones de la compañía de discos, Belter, en la que, por otra parte, tenía intereses económicos.

Era un ídolo. Un embajador. Un semidiós para los emigrantes, para los que actuó muchas veces en el extranjero y que veían en su persona el rostro y el perfume de la patria añorada. Él era uno de los suyos. Uno de los nuestros.

Retrocedamos. Es evidente que cuando Manolo comenzó a triunfar, se elevó económica y socialmente por encima del español medio. Pero en su interior nunca fue infiel a sus orígenes, de los que se sentía orgulloso, y a un estilo de música de vieja y extendida raigambre popular: la copla y ese género un poco indeciso conocido como canción española, que incluye aires aflamencados y, en las letras, una temática también vagamente andaluza en sus argumentos y personajes. Tanguillos, zambras, rumbas, pasodobles... No era un cantaor. Tan sólo, con buen juicio, un cantante coplero que rozaba el flamenco sin entrar en él.

Su eclosión coincidió, a comienzos de los 60, con el huracán de los nuevos aires rockeros y poperos. Procedían fundamentalmente de Estados Unidos e Inglaterra. Significaban el cosmopolitismo liberador y la juvenil apertura revolucionaria a otros horizontes. Enfrentada a ellos, la música española quedaba desautorizada como vestigio de una época cargada de falsedades y tópicos. En cuanto a los cantautores, con su mensaje de intelectualismo y politización encubierta, nuestro folclore les resultaba de un gusto rancio y polvoriento del que había que escapar por higiene artística.

Escobar, sin embargo, representante de un estilo enraizado profundamente en la cultura popular, vendía más discos que nadie. Especialmente en un comercialmente glorioso 1969. No aparecía, empero, en las listas para no «desprestigiarlas». En el mundo rural era el rey. La gente se sabía de memoria sus canciones: Yo soy un hombre del campo, Debajo de los olivos, Pasodoble, te quiero, Cuando manda el corazón y tantos otras que llenaban las emisoras de radio de provincias, aunque ni Madrid ni Barcelona, con su población inmigrante, les daban ni mucho menos la espalda.

Junto a La minifalda y ¡Y viva España!, ya hemos citado, avanzándola, Mi carro, otro de sus hitos profesionales. La grabó en 1970 con un éxito millonario. Pertenecía a la película En un lugar de la Manga. Previamente había rodado, en 1963, Los guerrilleros, con Rocío Jurado, a la que había conocido, antes de formar compañía propia en 1961, en la de El Príncipe Gitano (a quien le escuchó por primera vez El porompompero, obra del maestro Solano).

También había rodado Mi canción es para ti, Un beso en el puerto, El padre Manolo (donde interpreta Madrecita María del Carmen) y Pero... ¿en qué país vivimos?, con Conchita Velasco, con quien repetiría en Relaciones casi públicas. Rodaría aún, con José Luis Saénz de Heredia y Juan de Orduña, otras 10 películas, ya con cada vez menos repercusión en taquilla. Se retiró del cine en 1981, con Todo es posible en Granada.

Mi carro suscitó una anécdota con el Rey. En una ocasión, en el curso de una recepción real, Don Juan Carlos, con su conocida campechanía, se acercó al artista: «¡Hombre, Manolo!, ¿has encontrado ya el carro que te robaron?». A lo que el interpelado contestó: «No, Majestad, todavía no me lo han devuelto». A lo largo de 55 años de carrera -se retiró en noviembre de 2012-, Manolo Escobar pisó centenares de escenarios y grabó centenares de canciones, algunas, ya en los últimos tiempos, muy alejadas de su estilo y, en ocasiones formando duetos con Julio Iglesias (Un canto a Galicia), Joan Manuel Serrat (¡Qué bonito es Badalona!), Rocío Dúrcal (Fue tan poco tu cariño), Chiquetete (Volveré) y el Dúo Dinámico (Esos ojitos negros)... Le apasionaba la pintura y llegó a reunir una colección de 2.000 cuadros.

Muy pocos artistas pueden comparársele en longevidad y, por así decirlo, afinidad y fusión con el paisaje nacional y sus gentes. Entraba en nuestras casas. Era como de la familia, siempre bien trajeado, con su sonrisa blanca, sus amplias entradas y su característico tupé. La banda sonora de la España de la segunda mitad del siglo XX le debe gran parte de su sonoridad y arraigo. Fue popular y querido. Y ahora llorado.

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