Asunto nuestro

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RAÚL DEL POZO

Dicen que la adulación no se inventó hasta la época de Augusto. Los griegos eran muy dados a la declamación y la exageración cuando cantaban a sus héroes, pero fueron los poetas romanos los primeros que se acercaron al fondo de reptiles del Palatino. Luego surgieron los conde-duques y banqueros como mecenas y por último hemos llegado a una época en la que los ingenios viven del salario o del mamazo. Ahora, por más que seas escritor de coba y lisonja, ni te untan ni te hacen embajador ni gobernador porque ya no los hay; al único momio al que puedes aspirar es a beber y soplar en el Instituto Cervantes o a que te contraten en una tertulia, donde cada vez pagan menos y donde hay que ir con una de las navajas del bipartidismo en los dientes. Reconozcamos que siempre se ha escrito al servicio de alguien, sabiéndolo o ignorándolo, y siempre hubo dos maneras de hacer periodismo: o contando lo que sabes o vendiéndolo.

Hay quien cree que el iPad, las tabletas, el periodismo en la Red, son los soportes de una nueva edad de oro del periodismo, pero admiten que la metamorfosis de la galaxia será costosa y arriesgada en esta recesión de sopistas, cuando los sueldos empiezan a ser una versión humanitaria de los trabajos forzados. Los periodistas de papel son una raza que se extingue, pero algunos están dispuestos a desmontar patrañas cuando, como vemos estos días, la mentira es un arma de destrucción masiva de la democracia, que cuenta además con la complicidad de muchos fanáticos partidarios.

ULISES

ULISES

Hoy el censor no está en el ministerio, sino entre la chusma anónima y el populacho, como puede deducirse de los anónimos e insultos. Afortunadamente quedan miles de lectores que compran el periódico y no caen en las fullerías de los que gobiernan para enmascarar los hechos con el himno órfico de la seguridad nacional que ahora denominan salida de la crisis.

Al periodismo lo pueden salvar los lectores y periodistas que estén convencidos de que las trampas y los sobornos de cualquier gobierno han de sacarse a la luz y también los vicios privados si se convierten en peligro público, siguiendo el primer mandamiento del Post: «Borracho en casa, asunto suyo. Borracho en los pasillos del Senado, asunto nuestro».

Lo que más emocionó a Ben Bradlee es lo que le dijo en un homenaje Meg Greenfield: "En mi opinión la cosa más importante que Ben ha llevado a cabo... es que hizo que el Washington Post fuera peligroso para la gente del Gobierno". No por una estúpida obsesión de contrapoder, sino por evitar que a la gente a la que encargamos nuestros ahorros y nuestras vidas confunda la razón de Estado con su culo.

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