El mudo

ANTONIO LUCAS

En su viaje a ninguna parte, Mariano Rajoy sigue creyendo que aquellos que en las últimas elecciones le votaron depositaban en él su esperanza, cuando lo que la mayoría desovó en las urnas fue el principio de un desconcierto. El arpegio de una desesperación. Esta mala percepción de sí mismo le ha perdido hasta dejarlo ajeno al mundo. Algo así como un trasto que ha decidido callar. Un ser encumbrado como el más afásico de los inquilinos que antes ocuparon el batiscafo de Moncloa. Hay hombres que deciden no hablar por no tener que explicarse. Creen que el silencio deja una estela de honor tardío, aunque provenga de la nulidad.

Rajoy no siente la obligación de dar razones porque esto que ahora sucede dejó de interesarle en la misma madrugada de su debut, cuando aquel salto de la rana en el balcón de Génova tras el triunfo a la tercera. Él, con ganar, había cumplido... Entonces ya se dejó ver como un señor que no estaba.

Un presidente del Gobierno que confunde su mudez impotente con la revalorización del cargo suele destilar un eco prematuro de antepasado. De difunto que aún respira. En Rajoy no hay líder, sino un burócrata a control remoto que se activa con dos palmadas alemanas. Un mal actor, a lo David Hasselhoff, que cuando le toca pilotar la nave resuelve su «vocación de servicio» (¡cursi!) con un lacónico: «Kid, conduce tú». Y así nos va.

Hasta ahora sabíamos que los presidentes suelen acabar sus días presidenciales agachapados en un búnker interior, pero no intuimos que se podía empezar en el oficio ya bunkerizado. Rajoy es un pionero. A este gallego presuntamente sereno le gana la impaciencia de los abúlicos, que es lo que sucede con aquellos que no creen en lo que hacen. Y de ahí viene mi sospecha: creo que se la sudamos muchísimo. Cada silencio suyo es una declaración de indiferencia. Está al resguardo de un vallado de ministros que sonrojan mayormente. Y así se va remachando este país como un acto fallido, como otra cosecha perdida de generaciones.

Mariano Rajoy es uno de esos fracasos que encierran algunos falsos triunfos muy intentados. No lo digo por nada en concreto, sino por todo en conjunto. A España la están llevando en andas al crematorio entre los inútiles, los corruptos, los codiciosos, el monarca y toda esa saga/fuga del mocasín a la que el presidente observa asustado con un lancero tras los visillos, como si no fuera con él. Eso no es gobernar, sino cobardear. Pues aún hay algo peor en un político que hacerse el mudo: fingirse, por miedo, sordo. Y ahora qué.

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