La banca se asusta

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VICTORIA PREGO

La crisis ha estallado ya en las puertas de los bancos. No la crisis financiera, sino la crisis del país, la de sus ciudadanos. La que, siendo una realidad espantosa desde hace ya años, no se había dirigido de un modo tan directo y tan colérico contra las entidades bancarias que, por primera vez en este tiempo, se están viendo en la necesidad de salir a dar explicaciones ante la opinión pública. Pero es que ahora estamos ya ante la consideración de lo obvio, ante la administración de lo elemental.

Lo obvio es que el Gobierno español ha pedido, y conseguido, un préstamo de 100.000 millones de euros para recapitalizar la banca española. Dinero que va a ir a incrementar la deuda pública y que, por un camino u otro, van a pagar los contribuyentes de su bolsillo.

Pero lo obvio es también que los bancos que, con total irresponsabilidad, concedieron a mansalva créditos sin garantía cierta de cobro, que incluso proporcionaron al solicitante más dinero del que había venido a pedir, ahora ejecutan las hipotecas impagadas.

Así es como se llama el acto de echar a la gente de sus casas, quedarse con ellas por un precio muy inferior al que los mismos bancos las valoraron en su día y, como consecuencia de ese desfase, no sólo dejar al deudor en la calle sino obligado a pagar al banco la deuda pendiente. Luego siempre le queda al banco la esperanza de revender esa vivienda cuando el mercado se estabilice, los precios suban y pueda volver a sacarle un beneficio a la operación. Todo amparado por la ley, nada ilegal. Pero sucede que la segunda obviedad no puede convivir pacíficamente con la primera.

La traducción más brutal de la crisis está siendo estos meses la de gente que se tira por la ventana o se cuelga de una soga. Son pocos, pero la sociedad ha decidido no soportarlo más porque conoce perfectamente los motivos de esas muertes y cree que es posible congelar la imagen de esta película de miedo. Es la causa de los suicidios, y no las muertes en sí, la que los ha convertido en definitivamente intolerables para la opinión pública.

A ningún español le pueden ir contando ahora que la culpa de lo que pasa la tienen quienes pidieron el crédito sin tener garantías de poder pagarlo. Porque entonces habría que emplumar directamente al presidente Zapatero por no enterarse -más bien, por intentar desesperadamente que no nos enteráramos- de que estábamos a las puertas del hundimiento. Muchos españoles que se han quedado sin trabajo nunca pensaron que podría sucederles una cosa así, pero nadie les advirtió a tiempo de que ése era un riesgo cierto. Tampoco su banco.

Las entidades bancarias que conceden un préstamo hacen una inversión y toda inversión comporta la asunción de algún riesgo. Eso es lo que los ciudadanos parecen estar reclamando ya airadamente a los bancos. Que asuman parte del riesgo que corrieron cuando cubrieron de billetes a los ciudadanos, muchos de ellos tan insensatos como sus prestamistas pero otros prudentes y buenos pagadores que se han visto atropellados por las circunstancias.

Y luego están las consecuencias, no de los suicidios por desahucio sino de los desahucios en sí. A estas alturas, quedarse en la calle significa exactamente lo que dice la expresión. Los españoles no tienen ya la menor duda de que esas parejas jóvenes con niños o esos ancianos que quisieron ayudar a sus hijos avalando con su piso el préstamo bancario no tienen alternativa ni refugio posible.

Ni la familia da ya más de sí en su capacidad de cobijo, ni hay ya dinero público suficiente para cubrir tantas necesidades. A estas alturas ha desparecido de la vida nacional cualquier posible escapatoria consoladora. El que se va a la calle, en la calle se queda. No hay esperanza. Eso es lo que están gritando los suicidas a una sociedad que lo sabe de antemano y que ya no puede soportar que se lo pongan un día más delante de la cara.

El caso de la ex concejal socialista de Éibar tiene unos ribetes que lo hacen distinto de los demás que hemos conocido y que podrían no tener que ver con una situación de extrema pobreza. Pero da igual. A estas alturas, ya no se trata de bucear en los motivos sino de detener inmediatamente los hechos.

En esta semana, los dos grandes partidos van a ponerse de acuerdo, por fin, en algo: en resolver por alguna vía el drama de los desahucios. Rajoy y Rubalcaba cuentan con un elemento nuevo pero que es decisivo para aprobar las medidas legales necesarias: el miedo que ahora mismo tienen los bancos, el pavor a ser señalados por el dedo rabioso de un público que puede decidir castigarles por el sencillo pero letal procedimiento de retirarles la confianza, es decir, de retirar su dinero. Nunca hasta ahora habíamos visto a Bankia dando explicaciones sobre las circunstancias de un determinado caso en Canarias, ni a la Kutxa anunciar que, ante la presión social, ha decidido paralizar todas las ejecuciones -qué palabra- hipotecarias ni al presidente del Banco Popular salir a garantizar que su entidad está limpia de casos de abuso bancario, y a llamar a la prudencia en las reformas, no vaya a ser que se acabe fomentando la cultura del impago. Tiene razón, aunque es inimaginable que el sector financiero tolere que se cometa semejante error.

Además de todo esto, el Gobierno necesita aplacar a tiempo la marea de indignación popular que, con seguridad, se puede disparar hasta niveles incontrolables cuando empiecen a llegar a los bancos en dificultades los miles de millones que están a punto de recibir de la Unión Europea. Esa remesa de dinero fresco a los bancos, sumada a un solo caso más de suicidio por desahucio puede llevarse por delante la paz social que ni las protestas callejeras ni las movilizaciones sindicales han conseguido, hasta el momento, romper.

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