Tu Mundo
MANUEL JABOIS
Parece ser que el Gobierno ha identificado 150.000 tarjetas sanitarias en activo que pertenecen a personas fallecidas. Ya estaban tardando en aparecer los muertos. Se habían devuelto a casa a los ancianos, obligados a dejar la residencia y reencontrarse con la familia, y se empezaban a retrasar los otros, que de tanto jugar con ellos no vamos a saber si son los sirvientes o Nicole Kidman con la prole. Así la familia de un pueblo de Pontevedra que hace años escondió a su muerto en casa una semana para cobrar la pensión y resistió a la idea de tenerlo allí otro mes porque la viuda empezó a sentir «presencias». O los embajadores argentinos de Fraga, que le mandaban votos de fallecidos en las autonómicas. «Carallo, cuánto muerto de derechas, qué pasará allá», decía un interventor.
Esas tarjetas sanitarias de fallecidos son la respuesta de la picaresca al copago, pero no es nueva, pues de los cadáveres se aprovecha todo: lo mismo se donan los órganos como los subsidios. Cuando Jesús inventó la resurrección no sabía el jaque en el que ponía al Estado. Aquí cuando hay hambre los primeros que se movilizan son los muertos, y hay enterrada gente como para colapsar la Seguridad Social, porque si alguna industria sigue engrasada y a pleno rendimiento es la del fraude. Algunos por necesidad y otros por vicio, como Josep Tous, de la versión catalana del caso Campeón al que su mujer le reñía tanto al teléfono porque el partido no le daba un cargo que al final lo colocaron de «coordinador general» de la Diputación; lo debió hacer bien, porque en las conversaciones grabadas le llaman «la lagartija». Acabará con un cuadro en los pasillos, como Fabra.
En este proceso de empobrecimiento casi histérico al que se nos está sometiendo a los españoles empieza a resultar costoso, literalmente, enterrar a los muertos; se retrasa la edad de jubilación pero nadie dice cuándo acaba. Clamó el cura de Viascón al ver la luz del túnel mientras moría: «¡Todo es mentira!», y ayer en As Neves salieron varios ataúdes en procesión con vivos dentro pidiéndole a la Virgen que les curen los males. «Les hablamos para que no se aburran», decía uno que llevaba a hombros la caja. Sí, no vaya a ser que se duerman, que así se las ponían a Fernando VII.
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