Un grito en la noche

MANUEL JABOIS

Saltó por los aires el acordeón del Madrid con el gol de Alexis, se abalanzó sobre el campo el público pidiendo cabezas tras la afrenta de estar por debajo más tiempo del prudente y el Nou Camp irradió como al principio, con las alegrías de las noches que se tuercen hacia la perfección. Era el momento elegido por el Barça para reducir al revoltoso con la letanía hipnotizante de su juego y poniéndole velocidad al molinillo en tres cuartos. Toqueteó un rato al borde del área sabiendo, como sabía Leonardo Da Vinci, que las murallas se empiezan a derrumbar por la base cuando se les añaden ladrillos de más, y que a la primera bofetada en el Nou Camp el rival pone la mejilla, mete el culo en el área y cierra los ojos cruzando los dedos mientras caen goles como manzanas gordas.

En ésas estábamos todos, casi apartando la mirada, cuando silenció la pelota Ozil y saltó por los aires Cristiano Ronaldo hendiéndose entre los centrales del Barça como una navaja sanguinolenta de quinqui en pleitos. Le llegó el balón al pie, pues el alemán tiene un compás en la bota, y Ronaldo partió a Valdés en tres zancadas antes de clavar la pelota en la red y celebrarlo al uso, señalándose el pecho como King Kong y buscando a Shakira con la mirada para subirla al hombro. Fue un golpe de estado con tintes criminales y el Barcelona no volvió a levantarse tras el grito en la noche del portugués, que para no rendir en partidos importantes presenta estadísticas simpáticas. Ayer espantó al público pisando campo contrario como la pata de un elefante y de paso ganó el Balón de Oro, siempre y cuando Messi no enloquezca en Champions -y tiende a enloquecer.

El Madrid planteó un partido valiente; tras el primer gol lució una defensa romántica y salvaje, sin barroquismos, con Pepe y Ramos defendiendo desde el pedestal, Coentrao susurrándole a Alves y Arbeloa licenciando a Tello. El Barça empujó y al hacerlo convirtió el partido en una metáfora de su Liga: atiborrarse de esperanza y morir en la orilla muy dignamente, pese al desfonde -más moral que físico- de los últimos minutos. El espectáculo fue bellísimo y a ello contribuyó la lluvia, que caía como al final de Blade Runner y convirtió el partido por unos instantes en una especie de batalla final de algo. Lo fue de la Liga y no pudo elegir el Madrid mejor templo para profanarlo ni día más especial, en vísperas de misa. El mérito no es menor: a este Barça tan perfecto la única manera de ganarle es jugando mejor que él.

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