Sin galones

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VICTORIA PREGO

Lo más triste de este juicio es el juicio mismo. El espectáculo de un juez sentado en el banquillo de los acusados resulta desolador, sobre todo después presenciar la penosa ceremonia previa: la de un magistrado desprendiéndose lentamente de su toga y abandonando estrados para bajar hasta el banquillo y, frente al micrófono, de pie y vestido ya sólo de civil, que es tanto como decir desnudo, identificarse ante el tribunal recitando su nombre y apellidos. Como un simple mortal, despojado de cuajo de toda su autoridad y también de sus privilegios, simbolizados precisamente en esa toga con puñetas que son los galones de los jueces. En esta escena está la esencia del proceso que se inició ayer en el Supremo contra Baltasar Garzón.

Durante el tiempo que duró su intervención el juez estuvo casi siempre tranquilo, pero con un poso indisimulable de irritación que demasiadas veces le llevó a ser desafiante, sin que ni el tribunal ni los letrados de la acusación hicieron el menor amago de ponerle en su sitio. Y lo más llamativo fue que, siendo él el acusado, siempre, siempre, se comportó como un juez. Desde luego, no se puede pretender que un hombre que ha pasado toda su vida pidiendo explicaciones a los demás asuma de un plumazo que es a él a quien le toca darlas ahora. Respondió a las preguntas, por supuesto, pero también las hizo. Y las hizo como las hacen los jueces: con un deje de aplastante superioridad institucional que precisamente en la tarde de ayer, tal y como estaba situado cada uno en la sala, resultaba muy chocante. Mucho.

Los argumentos esgrimidos por Garzón desde el banquillo -en una declaración que resultó tan monótona y tercamente circular como el recorrido de una noria- fueron básicamente tres. Uno, que él estaba persiguiendo a una organización criminal dedicada al blanqueo de dinero y debía tomar medidas para evitar que esa actividad delictiva siguiera adelante. Dos, que él no ordenó escuchar a los defensores sino a quienes estaban en prisión, haciendo caso omiso del pequeño detalle de que éstos no acuden a los locutorios de la cárcel a hablar solos, como si se hubieran vuelto locos. Y tres -y evidentemente esencial para su estrategia de defensa, porque repitió la misma idea hasta la extenuación- que él no tomó decisión alguna que estuviera vinculada con esas escuchas. En resumen: que la importancia del fin justifica los medios, y que, puesto que él no se sirvió después de la información obtenida a base de violar las conversaciones entre los acusados y sus defensores, el derecho de defensa no ha sido quebrantado.

Pero es que estamos hablando de un derecho fundamental recogido en todas las constituciones de los países civilizados y, desde luego, en la española: el derecho de todo ciudadano a defenderse, a preparar en absoluta e inviolable intimidad su estrategia de defensa con un abogado. Y el derecho a que el Estado, sea en forma de juez, de policía o de funcionario, no triture de ninguna manera esa intimidad porque ella es la garantía primera de un juicio justo. Esa inviolablidad es la que ha sido rota por Garzón, haya tenido o no traducción en las diligencias ordenadas posteriormente por el magistrado.

No es éste un delito que le daña solamente a él si la sentencia del Supremo es condenatoria. Es que ésta es una acción que dañaría, de admitirse como válida, a todo el sistema. No habría entonces ningún procesado que pudiera sentirse a salvo del acoso brutal, inmisericorde, totalitario, del Estado. Eso sería tanto como permitir la colocación de unas cargas de dinamita en los cimientos del edificio en el que vive y se desarrolla una sociedad entera.También por esto lo más triste de este juicio es el juicio mismo.

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