Dios y el mal

Pablo, el joven enfermo que entregó una carta al Papa, en el Hospital Montepríncipe. / R. CÁRDENAS

Pablo, el joven enfermo que entregó una carta al Papa, en el Hospital Montepríncipe. / R. CÁRDENAS

JOSÉ ANTONIO MARINA

Todas las religiones, a su manera, han intentado explicar la existencia del mal, del dolor, en una palabra, de la finitud. Las respuestas han sido, como era de esperar, variadas e insatisfactorias: el mal no existe, es pura ilusión humana; en el mundo hay dos grandes principios, uno bueno y otro malo; los dioses son malos y juegan con el ser humano; el pecado humano alteró los planes de Dios. Leibniz elaboró en 1710 una teodicea, que era el intento de justificar a Dios. Su solución era que estamos en el mejor de los mundos posibles. Voltaire se rio de él, presentando en Candide al doctor Plangloss, que repetía continuamente esa máxima optimista.

En 1755, el terremoto de Lisboa puso de manifiesto la contradicción entre la terrible naturaleza y un Dios providente. Casi dos siglos después, Auschwitz puso de manifiesto la contradicción entre ese mismo Dios y la perversidad humana. Al final, la existencia del mal se eleva como el gran argumento contra Dios: una de dos, o quiere evitar el mal y no puede, y entonces no es omnipotente; o puede evitar el mal y no quiere, y entonces no es bueno. Es difícil no ser empitonado por las dos astas del argumento.

Lo que me interesa de este planteamiento tan convincente es su carácter paradójico. Sólo tiene sentido si afirma lo que quiere negar. Me explico. La injusticia de la finitud es una creencia religiosa. Sería absurdo o ridículo que un físico considerara injusta la limitación de la materia. O que un médico considerara injusta la proliferación de células en un cáncer. ¿Debemos considerar injusta la ley de la gravedad, después de darnos un golpazo al caer desde una ventana? ¿Un Dios bueno hubiera debido hacernos a todos ingrávidos? Son preguntas que, al parecer, no tienen sentido.

Pues bien, lo que creo es que tienen sentido, y que nos permiten situar la religión dentro del dinamismo de la inteligencia humana y a Dios dentro del dinamismo religioso. La religión surge del miedo ante fuerzas incontrolables y del deseo de apaciguarlas de alguna manera. A eso se une una necesidad de buscar explicaciones que forma parte de nuestra dotación innata, y que dio origen a las inevitables y plurales cosmogonías. Pero, a partir de un momento decisivo para la Humanidad, lo que Karl Jaspers denominó «época axial» (entre los siglos VIII y III antes de nuestra era) algo cambia en nuestro mundo, de una manera tan inexplicable como apareció el lenguaje hace 200.000 años o el arte hace 50.000. La figura aterradora del poder -el Dios, los dioses, la deidad- se concibió como buena. Sin comprender lo que esto supuso para la Humanidad, seremos injustos con las religiones. Apareció, en la figura de Dios, un modelo de perfección, un garante de la justicia, un liberador, una defensa contra el tirano, un protector. Dios era una utopía, y el papel de las utopías no es prometer un mundo mejor, sino afirmar que el presente puede mejorar.

En ese sentido, Dios ejerció -como idea- un papel providente. Platón decía que la esencia del alma humana es Anábasis, subida. La aparición de la figura de Dios en el horizonte humano fomentó la idea de justicia como meta. Recuerdo la emoción con que leí en mi juventud a Descartes: «Soy un ser finito capaz de pensar lo infinito». Y a Feuerbach: «Dios es la personificación de los mejores deseos humanos». Y también la que me produjo Hegel al decir que Dios no estaba al principio, sino al final de nuestra historia. Y por supuesto un texto cristiano, la Carta a Diogneto en que, tal vez respondiendo a las preguntas de los cristianos que no acababan de ver la providencia de Dios, les decía: «Es que vosotros sois la providencia de Dios». Es decir, vuestra acción es la realización de Dios.

Dios no es la explicación del mal, Dios es la rebelión contra el mal. Cuando estos días he visto a miles de jóvenes en Madrid, he deseado que no se pierdan en estructuras dogmáticas procedentes de dudosas filosofías, sino que crean que ellos son los realizadores de Dios. Lo que supone la fe en Jesús, lo que me hace sentir cristiano, es sólo una afirmación optimista, y contra toda lógica y toda experiencia: el bien es más poderoso que el mal. Una confesión humilde, trágica, precaria y esperanzadora, cuya verdad depende de mí.

José Antonio Marina es filósofo.

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