Hasta las puertas de la muerte

Ilustración: Luis Parejo

Ilustración: Luis Parejo

DAVID GISTAU

Mohamed Ali, electrocutado por el Parkinson, es una celebridad nacional, una talla en el posible monte Rushmore del deporte americano que terminó de reconciliarse con su nación cuando encendió el pebetero olímpico en Atlanta'96.

La situación de ambos demuestra cómo Ali siempre supo utilizar su propio personaje, increíblemente carismático, para enviar a sus rivales a las sentinas de la memoria, mientras un país con complejo de culpa ni siquiera le subía a él a la cuádriga a alguien que le recordara que era mortal.

Ali, según Norman Mailer, representó la fuerza del ego, la misma que dejó impresa una huella sobre la superficie de la Luna, al menos hasta que se hizo antipático por desafíos al sistema tales como su militancia en la Nación del Islam. Daba el espectáculo de su arrogancia rimada, y el público no sólo se entusiasmaba, sino que interiorizaba como propias las inquinas de Ali y enviaba a sus adversarios al lado malo del maniqueísmo.

Ali se lo hizo a Sonny Liston, el criminal encauzado en la cárcel por el boxeo, el luchador tosco que llevaba puesto el gueto como un microclima, su primer gran enemigo que salía de la rivalidad con Floyd Patterson -fue después de derrotarle en Miami cuando se subió a la esquina y gritó «Eat your words» a todos los periodistas que auguraron su derrota- y caído después en desgracia y hallado muerto de un disparo en una habitación de hotel de Las Vegas.

Y se lo hizo también a George Foreman en Kinshasha, cuando las baladronadas ocultaban el miedo a la formidable pegada del rival -a Ali se le mudaba la expresión cuando veía, hendido, el saco contra el que había entrenado Foreman- y el grito de «Ali, Bumaye» («Ali, Mátalo») le convirtió en una suerte de redentor de la Marvel que por comparación transformaba en villano al púgil que cometió un primer error al bajar del avión llevando de la correa a un pastor alemán: el perro que recordaba los que llevaban los represores belgas.

Pero con Joe Frazier, quien no en vano fue su Némesis y le arrastró en el tercero de sus combates míticos «lo más cerca que se puede estar de la muerte», Ali fue especialmente cruel. Tanto, que 30 años después intentó pedirle perdón a través de un periódico. Por haberle llamado «gorila» y «Tío Tom». Por haberse mofado de un púgil estoico sin recursos de oratoria. Por haber humillado en aquellas ruedas de prensa en las que casi rapeaba al mismo hombre que le ayudó cuando a él le habían quitado la licencia por no ir a combatir en Vietnam y que reconoció que no podría considerarse a sí mismo campeón del mundo de los pesos pesados hasta que no le permitieran reñir ese cinturón con Mohamed Ali, extraviado durante tres años en el exilio interior: «Ningún vietcong me ha llamado nigger».

Tal fue el odio, el que décadas después algún promotor intentó exprimir aún más metiendo en el cuadrilátero a Laila y Jacqui, hijas de Ali y Frazier, que Smokin' Joe no se siente reparado por la petición de perdón, sino que confiesa que no le gustó el honor concedido a Ali en Atlanta y, con mala leche, presume de estar en plenitud física, sin Parkinson y en forma para calzarse de vez en cuando los guantes: «Ali ni siquiera es el que me pegó más duro. Ese fue Foreman».

Frazier destrozó a Jimmy Ellis cuando Ali tenía prohibido combatir. El gran fanfarrón dijo que el título no sería legítimo mientras no se lo arrancaran a él, y Frazier lo admitió con galanura. Ya estaba creada la atmósfera que, resuelto el bloqueo legal de Ali, debía desembocar en un combate que todavía presume de ser el mejor de la historia del boxeo: The Fight. El 8 de marzo de 1971, en el Madison Square Garden, y antes por tanto de que el boxeo se mudara a Las Vegas. Tanta expectación, que Frank Sinatra hubo de pactar una colaboración como fotógrafo con Life para conseguir una silla de ring, que Frank Costello, jefe mafioso de la familia Luciano, hubo de resignarse a dejar fuera a parte de su cortejo, que Dustin Hoffman fue sorprendido intentando colarse y expulsado del recinto.

La pelea la ganó Frazier, aclarémoslo ya para quienes no lo sepan. Achicó espacios al vuelo de mariposa de Ali, a la coreografía elástica de las esquivas y los aguijonazos. Le castigó abajo para sacarle el aire y fijarlo. Y de pronto, como si el viento le hubiera traído el olor de una debilidad, se sintió capaz de alcanzarle la cabeza. Frazier tiró a Ali en el último asalto y ganó a los puntos un combate memorable que acompañaría siempre a ambos. A la mañana siguiente, cuando esperaba el desayuno en su hotel con un pómulo hinchado, a Ali un camarero le saludó honrándole con la palabra rutinaria: «Champ». Campeón. «Eso llámaselo a Frazier, no a mí», concedió contra todas las querencias de su orgullo.

La revancha (1974) la ganó Ali. Pero ese combate casi pasa desapercibido en el recuerdo, atrapado entre otros dos terribles y memorables. Ambos venían de perder mucho, se había aligerado el peso de sus nombres en los carteles, y además ofrecieron el penoso espectáculo de llegar a los puños en la presentación. El odio ya estaba cuajado. Y el prestigio de ambos repuntaría gracias al último de sus tres combates: 1975, el Thrilla-In-Manila, el choque de testuces de Filipinas, la velada en la que dos púgiles que se sentían morir de pie, cegado uno, aterrorizado el otro, siguieron peleando casi por automatismo para no ingresar en la posteridad como el que perdió.

Catorce asaltos de los que una persona normal habría salido con los pies por delante. Catorce asaltos que fueron enmudeciendo al público, congelado por la tragedia en que había cristalizado una rivalidad feroz de la que aún queda estela. Catorce asaltos homéricos ante los muros de Troya. Se dice que, antes del último, Frazier llegó a su esquina en un estado que lindaba con la agonía, pero que quería seguir. Uno de sus preparadores, Eddie Futch, le pidió que abandonara, y agregó: «Nadie olvidará jamás lo que has hecho hoy aquí».

Voló la toalla. Ganó Ali. Si será antojadizo el destino, que precisamente en ese instante Tommy, uno de los hermanos de Frazier, gritó -sin que le oyeran- que aguantaran un poco más porque, en su propia esquina, Ali acababa de pedir que le cortaran los guantes. Se iba a rendir.

Ahora, uno vive en el cuartucho de un gimnasio de Filadelfia. Y al otro se le ha puesto cara de sello y enciende pebeteros olímpicos mientras sólo la enfermedad le recuerda que es mortal.

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