Alice in 'Twitterland'

PEDRO J. RAMÍREZ

La del alba sería cuando el 10 de marzo decidí comenzar mi Timeline de Twitter. Ciento y pocos días después, en el momento de la revisión final de esta Carta, he enviado 6.500 mensajes de 140 caracteres -la inmensa mayoría con mis propios dedos-, tengo 39.100 seguidores y perseguidores y aspiro a incrementar esa cifra con muchos de ustedes porque mi propósito de hoy, lo digo sin ambages, es abiertamente proselitista.

Nuestro gran Pedro G. Cuartango se hacía eco en su columna del miércoles del pequeño debate que tuvimos durante una cena con amigos intelectuales sobre la presunta antinomia entre la dedicación a Twitter y la lectura. Con la transigencia y flexibilidad propia de nuestro ADN corporativo, admitía haber pasado de una posición desdeñosa, asimilable al «Twitter makes you stupid» del difunto Bill Keller, a admitir mi observación sobre el carácter polifónico de la conversación que mantenemos mediante mensajes cortos y por lo tanto el planteamiento de que la calidad de Twitter depende de la de cada red de tuiteros.

Sentadas esas bases, Cuartango concluía que «carece de sentido confrontar la vindicación de los libros que yo hago con su apasionada defensa del Twitter. Son dos cosas distintas y complementarias si uno tuviera tiempo y energía». No me conformo, sin embargo, con ese amable ofrecimiento de armisticio y paso a reanudar las hostilidades alegando que, aunque empecé haciéndolo con un doble propósito instrumental -captar la opinión de la calle y promocionar de forma viral nuestras actividades editoriales-, la verdadera razón por la que cada mañana entro en Twitter es porque se trata de una prolongación de la misma pasión que comparto con Pedro por los libros.

Es obvio que Twitter es lectura y escritura. Podemos hablar con toda propiedad de que se ha creado un nuevo género literario que cuenta con Arquíloco, Marcial, Gómez de la Serna o Monterroso entre sus inconscientes precursores. Hay buenos y malos tuiteos como hay buenos y malos poemas o buenos y malos artículos. Desde el punto de vista de su valor social, Twitter es un tablón de anuncios en perpetuo movimiento como el que Montaigne pedía que se colocara en algún lugar de las grandes ciudades. Pero en la dimensión de la experiencia personal Twitter es también el escenario del viaje del héroe, llámese Phileas Fogg o Leopold Bloom, Eneas o Quijano, fulanito o menganita. Por eso no es casual que cada tuitero se identifique mediante un avatar, concepto que, mucho antes de que se hiciera la famosa película de James Cameron, la RAE ya identificaba con el «descenso o encarnación de un dios».

De la misma manera que la gama de los trayectos literarios abarca un abanico que va desde la pulp fiction al Ulises pasando por las novelas de caballerías, las de Karl May, Julio Verne, Melville o la saga de El señor de los anillos, cada periplo tuitero aporta texturas diferentes pero todos tienen como denominador común esa bifurcación del yo que -como bien recordaba Pedro al metamorfosearse en distintos personajes literarios- constituye en definitiva la esencia de nuestra relación con los libros.

La primera vez que me di cuenta de que en Twitter pasaban cosas inesperadas e incontrolables fue cuando recibí un abucheo coral por haber enviado un mensaje escrito íntegramente con mayúsculas. No entendía nada, hasta que me explicaron que emplear la caja alta equivalía a levantar la voz, es decir a gritar... y quién me había creído yo que era para emplear esos modales nada más llegar.

Fue de esa manera como empecé a darme cuenta de que, casi por casualidad, me había caído en el agujero del conejo y al fondo del túnel de los sueños empezaba a vivir aventuras similares a las que le sirvieron a Alicia para descubrir -según el, más que crítico, gurú Harold Bloom- que «la vida es un extraño viaje en el que hay juegos gobernados por muchas reglas, aparentemente arbitrarias, que a menudo no entendemos».

Tal arbitrariedad fue quedando patente según fui comprobando que existían los trolls -criaturas malignas tomadas prestadas del imaginario de Tolkien que se infiltran en los Timeline sólo para insultar soezmente- pero nadie era capaz de catalogarlos ni de imponerles un código de conducta. O cuando fue imposible ponerse de acuerdo sobre qué hacer si alguien incita a que te asesinen, como ocurrió con un chico de Zaragoza que terminó retractándose, o suplanta tu personalidad, como le pasó a Pío García-Escudero, en cuyo nombre se emitieron durante horas los más groseros comentarios escatológicos.

Con su habitual entusiasmo ante los nuevos problemas legales, @JavierCremades me ha propuesto organizar un debate entre juristas y tuiteros que se llamaría algo así como Tweets and Law. El empeño merece la pena pero dudo de que avancemos mucho ni siquiera en el plano de la autorregulación pues lo que se percibe en las entrañas de esta red social es un ansia roussoniana por aferrarse al estado de naturaleza y poner diques a todo intento civilizador. De ahí que esa bifurcación del yo, esa diversión en el sentido orteguiano y por lo tanto lúdico entre la persona que tuitea y el personaje que encarna su avatar pueda ser modulado a voluntad, de forma que @pedroj_ramirez se relaciona por igual con otros colegas o figuras públicas cuyo margen de desviación respecto a sus ideas conocidas es tan pequeño como el mío, con personas que concurren a la contienda con su nombre real y fotos reales, con quienes mantienen el nombre pero emplean una imagen falsa o ficticia y con quienes permanecen celosamente escondidos bajo un seudónimo y un icono fruto del capricho.

Esta asimetría iguala y da pie a todo tipo de fantasías en las que las mesoneras se transforman en princesas, las princesas en mesoneras, los gigantes en molinos y los molinos en gigantes. Twitter es una torrencial sucesión de escaramuzas en las que hay dragones, mazmorras, expediciones de castigo o de rescate y tribunales de honor en medio de un constante entrechocar de las espadas. Las alianzas se hacen y deshacen y cada tuitero puede alardear como Falstaff no sólo de su propio ingenio -«Witty in myself»- sino del inducido en los demás: «The cause that wit is in other men».

La magia de Twitter emana de la aparente contradicción entre la anarquía de esa jungla salvaje sin ley ni orden y el rígido aro de los 140 caracteres por el que deben pasar por igual «el noble y el villano», los premios Nobel y los analfabestias. «Para que tú me oigas mis palabras se adelgazan a veces como las huellas de las gaviotas en las playas», escribió Neruda y aún le sobraron 39 caracteres. El momento exacto en que la niña Alicia da paso a la heroína Alicia es precisamente cuando se da cuenta de que debe empequeñecerse para caber en el mundo en el que ha aterrizado. «¡Qué extraño!», exclama tras ingerir el providencial bebedizo. «Siento como si me estuviera plegando como un telescopio». Ése es el juego: va a menguar para aprender a crecer. En eso consiste la síntesis de cualquier argumento en una treintena de palabras. He ahí el césped sobre el que se desarrollan lo que el psicólogo Piaget denomina «las estrategias del ego».

Todas las aventuras de Alicia son típicamente tuiteras pues los personajes aparecen, desaparecen y reaparecen a salto de mata extravagantemente estereotipados en sus brevísimos monólogos y ella misma disfruta empleando palabras hermosas que no sabe del todo lo que significan -latitude, longitude- para impresionar a los demás. Pero hay una escena que parece la representación plástica del Twitter mismo: me refiero a la partida de croquet en la que los flamencos se convierten en bastones, los erizos en pelotas y los soldados contorsionistas de la Reina de Corazones forman los angostos arcos, tal vez de 140 milímetros de diámetro, por los que tiene que transcurrir el juego.

Es una instalación de quita y pon en la que todo parece suceder plácidamente hasta que de repente alguien se pone a gritar «¡Cortadle la cabeza! ¡Cortadle la cabeza!» e incluso las briznas de hierba se movilizan para improvisar el cadalso y ejecutar la sentencia. Yo lo aprendí el día en que uno de nuestros columnistas más iconoclastas se había pasado sobradamente de frenada y en cuestión de minutos se formó una caravana de antorchas que ríete tú de los caucus de linchadores del Ku Klux Klan.

A Twitter hay que llegar no sólo a oír sino también a escuchar. Yo decidí quitar un cadáver de la foto de portada del terremoto de Lorca a instancias de centenares de tuiteros y eso me valió un disgusto con la redacción. Pero también hay que saber mantener la sangre fría para no dejarse arrastrar por esas llamaradas de histeria -los diosecillos tienen sed- que se apagan tan deprisa como se encienden.

En esa capacidad de discriminación está la clave. De la sabiduría o el instinto de cada tuitero depende percibir cuándo merece la pena asumir una opinión ajena sólidamente reiterada, cuándo hay que ponerse de brazos en jarras ante una iniciativa infecciosa -«No os tengo miedo, sólo sois un manojo de cartas», les dice Alicia a los que hacen trampas en el croquet- y cuándo hay que recurrir a la solución extrema de bloquear a un troll contumaz, impidiéndole el acceso a tu Timeline. Yo sólo lo he hecho tres o cuatro veces.

Reconozco que cuando les cuentas a tus seguidores que has ido a cortarte el pelo, que se te ha caído el iPad en una calle de Londres con pronóstico cercano al siniestro total o que estás en el teatro y a ver si aciertan de qué obra se trata, hay una dimensión frívola y hasta exhibicionista que te acerca a El show de Truman. Pero en estos tres meses y medio mi cuenta en Twitter ha servido para dar muchas noticias, plantear grandes debates, hablar de literatura y filosofía, crear pequeñas citas diarias como el #bonusparatuiteros o los Tuits al Director, impulsar la #quedadapj que reunió a más de un centenar de asiduos en la sede de EL MUNDO, inventar etiquetas premonitorias como #rubalnoquiereprimarias o su divertida secuela #primariasde1solo e incluso para conseguir que la lluvia de vocablos castellanos canalizada como #trespalabrasespañolas fuera Trending Topic, o sea asunto destacado de conversación a nivel mundial el sábado de la semana pasada.

Se podrá inquirir, desde la perspectiva de Cuartango, dónde está la profundidad de la experiencia que justifique que yo invite hoy a todos los lectores de EL MUNDO a hacerse tuiteros e incorporarse a este Magical Mistery Tour. La respuesta es doble: el bagaje de las personas cultas y exigentes nos mejorará inmediatamente a los demás; y resulta que la posibilidad de añadir enlaces con textos largos, fotos o imágenes permite que Twitter tenga un fondo de armario, una trastienda todo lo rica que se quiera detrás de los 140 caracteres.

He ahí la extensión del telescopio. De hecho ya tengo decidido que cuando en septiembre publique mi próximo libro, un libro distinto a todos los anteriores que no pasará inadvertido -esto es una primicia-, mi Timeline incluirá un club de lectura en el que iremos desgranando capítulo a capítulo sus aportaciones y significado.

Esa es también la cuestión de fondo que late tras mi insistencia en tratar de convencer al mayor número posible de tuiteros para que se suscriban a Orbyt: optimizar el uso de la tecnología al servicio de una vivencia intelectual común, compartir materiales de trabajo y debate, consolidar un núcleo de reflexión que impulse un proyecto regeneracionista de la democracia española a través del nuevo modo interactivo de leer los periódicos. Ah, y disfrutar del placer de ir juntos a la ópera o a otros espectáculos. ¡Qué ganas tengo, por cierto, de que alguien contraste la experiencia de usuario de Orbyt con la experiencia de usuario del anti-Orbyt que lanzan ahora los que han preferido restarse con tal de no sumar!

Lo dicho. Abran ahora mismo su cuenta, elijan su avatar y empiecen a tuitear. Verán cómo su vida se bifurca, cómo el telescopio se pliega y se despliega. No tienen por qué seguirme. Pero si lo hacen se implicarán aún más en este proyecto periodístico que va ya por su año 22. Les prometo tantas diversiones, naturalmente efímeras, que enseguida tendrán que contestarles a sus amigos lo mismo que Alicia les dijo al Grifo y a la Tortuga Artificial cuando insistían en oír alguna de sus peripecias: «Podría contarles mis aventuras, pero son las que empezaron esta mañana. No vale la pena comenzar por las de ayer porque entonces yo era una persona diferente». Carpe diem.

pedroj.ramirez@elmundo.es

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