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RUBÉN AMÓN

Conozco a Casandra. Me refiero a la autora -o al autor- del memorial vitriólico que apareció en Francia hace unos meses para denunciar la bragueta incontenible de Dominique Strauss-Kahn. Se valió de un seudónimo para prevenirse de las represalias. No era un capricho la elección del alias. Casandra era la figura mitológica -el pájaro de mal agüero- que advirtió a los troyanos de las inminentes calamidades. No la escucharon. Tampoco ha parecido darse por aludido DSK, por mucho que el libro anticipaba los peligros que amenazaban la carrera política y la peripecia existencial del mesías de la gauche divine.

Hagamos memoria: «Dominique Strauss-Kahn es un ogro. Y es perfectamente consciente de que tiene que ponerse a dieta si pretende asumir nuevas responsabilidades. No logra dominarse. Cada tentación que pasa debajo de su nariz le provoca la inmediata salivación. Es como un depredador que está siempre al acecho». Se refería Casandra particularmente al vuelo de unas faldas o la captura de un escote. Sin distinción de clases, nacionalidades ni edades. Tampoco de profesiones, ya lo hemos visto.

De hecho, el libro cuenta que Strauss-Kahn se entretuvo con una camarera mexicana en un hotel azteca y que descuidó la hora de la conferencia internacional porque la coyunta se había demorado en exceso. Viene a cuento evocar el episodio por cuanto resulta una prueba, un antecedente, un pésimo augurio de cuanto ha sucedido entre las paredes del Hotel Sofitel de Manhattan.

Decía François Truffaut que el cine americano, ambiguamente moralista y puritanamente ambiguo, retrataba una cópula como si fuera un homicidio y un homicidio como si fuera una cópula. DSK se ha quedado a medio camino entre la cópula y el homicidio, de tal forma que la opinión pública de EEUU, consternada por los vídeos sexuales que entretenían a Osama bin Laden en Abbottabad, ya lo ha condenado.

Y Casandra ha reaparecido en la actualidad con su libro. Que se titula Los secretos de un presidenciable y que recobra su brillo en los escaparates con un marcapáginas a modo de guillotina. También corta el papel, tanto como el filo de una hoja: «Strauss-Kahn es incapaz de contenerse», cuenta Casandra. «La obsesión sexual le impide mantener una relación profesional y serena con las mujeres. Cualquiera despierta sus apetitos a la menor insinuación». La versión de Casandra consiste en que la tercera esposa del político, Anne Sinclair, periodista reputada y de religión judía como él, se ha resignado a los desahogos del cónyuge. No lo hicieron sus anteriores dos mujeres -de ellas tiene cuatro hijos-, pero ella esperaba que la edad y la madurez de DSK desdijeran sus peripecias donjuanescas. El salto cualitativo consiste ahora en que se ha franqueado el límite de un delito. Se han apresurado a remarcarlo los diputados conservadores del partido de Nicolas Sarkozy, entre otros motivos porque el frágil presidente se ha desembarazado de su principal rival gracias a la carambola del Sofitel.

Francia es una falocracia, como prueban la bigamia de François Mitterrand, la fama incontenible de Jacques Chirac y el historial de la actual elísea pareja, pero es que Strauss- Kahn ha sobreestimado su poder. Las tres siglas que lo identifican demuestran que ha adquirido un rango aristocrático. No le sucede a muchos franceses. Acaso Yves Saint Laurent (YSL) y Bernard-Henri Lévy (BHL). Descontada la presunción de inocencia, DSK ha podido perderse por la bragueta.

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