Ejecución de Estado

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PEDRO G. CUARTANGO

Hay cosas casi tan repugnantes como el terrorismo. Una de ellas es el crimen de Estado. Y esta es la conducta en la que ha incurrido el presidente Obama al ordenar la ejecución de Osama bin Laden, que tenía que haber sido llevado ante un tribunal internacional para responder de sus crímenes.

He utilizado la palabra «ejecución» porque Bin Laden estaba desarmado y podía haber sido capturado vivo. Pero muy probablemente los soldados estadounidenses tenían órdenes de matarlo para evitar cualquier posibilidad de chantaje en el futuro. Ello no es una mera hipótesis sino que se sustenta en el hecho de que el comando respetó la vida de una esposa y varios hijos del líder de Al Qaeda, a los que dejó maniatados.

Estoy en contra de la operación llevada a cabo por EEUU por tres razones. La primera es que la acción en Pakistán viola el principio de territorialidad, ya que, como reconoció el propio Obama, se hizo sin el consentimiento del Gobierno de Islamabad.

La segunda razón es que fue una confesión obtenida bajo tortura la que llevó a la pista que permitió localizar al terrorista saudí, según ha reconocido Leon Panetta. La tortura jamás es justificable. Es algo repugnante, que degrada moralmente al que utiliza esos métodos. Recordemos que Bush llegó a legitimar la aplicación de asfixias simuladas a los presos de Guantánamo con el argumento de que eran necesarias para la seguridad nacional.

Y, en tercer lugar, Bin Laden podía y tenía que ser detenido para responder por sus abominables crímenes, a poder ser ante un tribunal penal internacional, como se hizo con el caudillo serbio Slobodan Milosevic tras la guerra de la antigua Yugoslavia.

Göring, Ribbentrop, Keitel, Rosenberg, Ley y el resto de la jerarquía nazi fueron juzgados en Nuremberg en 1946 ante un tribunal compuesto por jueces profesionales y con las máximas garantías. Nadie cayó entonces en la tentación de tomarse la justicia por su mano y todos ellos eran responsables de delitos de genocidio y crímenes contra la humanidad.

Hasta el peor de los delincuentes debe ser tratado con la dignidad que él ha negado a los demás y con las garantías jurídicas que exige un Estado de Derecho. Ese no es el comportamiento que ha tenido Obama en este asunto.

Igualmente decepcionante fue la reacción de ayer de Zapatero, que se amparó en la reacción de otros Gobiernos para justificar este crimen de Estado. No me vale la apelación a la ética del gobernante que subyace en sus palabras frente a otra de las convicciones. Esa diferenciación me parece muy peligrosa porque lleva a la impunidad del poderoso.

El proceder de Obama me recuerda al de Napoléon cuando decidió eliminar en 1804 al duque de Enghien, convencido de que estaba implicado en una conspiración contra él. Se fabricaron pruebas falsas y se le ejecutó en Vincennes porque el emperador quería dar un ejemplo aleccionador a sus enemigos y eliminar un obstáculo en su camino hacia el poder absoluto. La semejanza entre ambos casos es que estamos ante crímenes motivados por causas políticas. El asesinato de Enghien fue una mancha indeleble para Napoléon. Igual le va a suceder a Obama con este asesinato legitimado en base a los intereses de Estado.

¿Hasta dónde pueden llegar los dirigentes democráticos en nombre de una razón de Estado que se coloca por encima de los derechos humanos y las convenciones internacionales? No tengo respuesta, pero me temo que Obama ha cruzado una raya roja al arrogarse el recurso a la venganza, creando un precedente que contradice principios básicos y que podría amparar cualquier abuso.

En este asunto, Obama ha optado por anteponer lo bueno políticamente a lo malo moralmente. El hecho de que el 99% de la opinión pública estadounidense haya respaldado la operación de Abbottabad no la convierte en asumible desde el punto de vista ético o jurídico porque el fin no justifica los medios.

Como advertía Ahmed Rashid ayer en estas páginas, este crimen de Estado puede volverse contra sus promotores si EEUU no es capaz de rectificar su política en el mundo musulmán. Muchos jóvenes pueden sentirse tentados a imitar a Bin Laden, elevado a la categoría de mito. Esa sería su mayor victoria después de muerto.

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