EL MUNDO en ORBYT.

ANTONIO JUMILLA

'Niño, eso no se toca, que es caca'. Tengo 30 años y todavía recuerdo esa frase de mis padres cada vez que echaba mano, en algún bar o restaurante, de la cajetilla de turno que había encima de la mesa.

Sí. Tengo 30 años y soy fumador. No. No soy víctima de la tenebrosa industia tabacalera. Fumo consciente de los peligros que entraña. Es cierto que cuando uno da su primera calada no tiene en mente la imagen de un pulmón ennegrecido, pero también que el nivel de información al respecto que tiene mi generación es suficiente para saber a qué juegas.

Digo todo esto porque, si bien soy fumador, estoy a favor de la prohibición de fumar en lugares públicos. Pero no me convencen los argumentos. Vamos a ver, ¿alguien concibe que un Estado comercialice en exclusiva un producto de difusión y uso masivo a sabiendas de que es venenoso y altamente peligroso?

Pues bien, eso es lo que hacemos aquí. Los únicos lugares donde se puede comprar tabaco más allá de las máquinas expendedoras es en los estancos, una suerte de farmacias para fumadores de concesión y absoluto control público. Además, lo que resulta aún más grave es que, al margen de las grandes productoras, el principal beneficiario del consumo de tabaco es, paradójicamente, el Estado.

Ese sellito que hay en el reverso de cualquier cajetilla demuestra que estás comprando los cigarrillos con el visto bueno y la aquiescencia de las arcas públicas. ¿A qué estamos jugando? El discurso oficial es el siguiente: fumar es malo; prohibido fumar en espacios públicos; pero al mismo tiempo controlo su venta pública y, además, ingreso un montón de euros por ello.

Seamos francos, si tan nocivo es el tabaco, échenle valor: prohíbanlo.